Hace un tiempo el reconocido publicista uruguayo Pipe Stein dijo en “La Culpa es Nuestra" que el Canario Luna era el Frank Sinatra uruguayo.
Yo, que no soy reconocido, ni publicista, uruguayo si, me las juego y digo que José Carbajal, El Sabalero...
Hace un tiempo el reconocido publicista uruguayo Pipe Stein dijo en “La Culpa es Nuestra" que el Canario Luna era el Frank Sinatra uruguayo.
Yo, que no soy reconocido, ni publicista, uruguayo si, me las juego y digo que José Carbajal, El Sabalero...
ITALIA 1 (5) - FRANCIA 1 (3)
¿Qué te picó?
Zidane se despidió del Mundial y del fútbol de la peor manera: sin la Copa y con una expulsión infantil. Antes había regalado su última pincelada, picando un penal.
LUIS CALVANO lcalvano@ole.com.ar
Con la prolijidad de un orfebre, construyó el escenario ideal para su retiro. Desde mucho antes de empezar esta historia que duró un mes sabía que sería la última y le fue sumando esperanza tras esperanza en el día a día, en el partido a partido. Tomando fuerzas, imponiendo su talento, sosteniendo con su vigencia a un equipo entero que podía deslumbrar gracias a la magia que disparaban sus pies. Entraron a aparecer los cucos y de a uno los despachó. Fue España, fue Brasil, fue Portugal. Llegó la final y no habían pasado más de diez minutos, que su equipo ganaba 1-0 con un golazo suyo de penal. Sí, golazo: en una final del mundo, patear un penal picándola como si estuviese jugando con su hijo Enzo en el parque de su casa es una genialidad merecedora de este calificativo aun para un penal. Era el escenario ideal, sin dudas. No había nada que lo pudiera opacar... Salvo él mismo. ¿Por qué, Zidane? ¿Por qué, viejo, ese arrebato histérico, ese cabezazo innecesario al pecho de Materazzi? ¿Por qué darle el gusto al tano de pasar de ser un ordinario jugador de fútbol a un vivillo que te sacó de "tu" final del mundo, que te sacó?
Cuando la roja de Elizondo apuntó a la frente pelada de Zinedine, ya era demasiado tarde para lágrimas. La tarjeta era el caño de un revólver que irremediablemente terminaría dándole un balazo al fútbol arte, demonizando a un Dios que hasta ayer tenía el fútbol. Por eso la mirada perdida, incrédula, la saliva espesa trabada en la garganta y, seguramente, el arrepentimiento inmediato sólo superado por una incontenible tristeza, quizá la que mezclada con bronca y vergüenza formaron un cóctel que lo retuvo en la oscuridad del vestuario, sin volver a la cancha después de los penales a colgarse la medalla de subcampeón.
Su expulsión marca el fin de una era, la tumba de un héroe. Tan artístico es Zizou, que mientras caminó a la salida pasó junto a la Copa del mundo, al trofeo tan preciado, el mismo que tuvo en sus manos hace ocho años y que añoraba volver a tener. Brillaba como el oro, tanto como los ojos de Zidane cerca del llanto. Lo esperaba en el trayecto alguna palmada consoladora y después la soledad, y la remera mojada, cual santo sudario, estrolada contra la pared del histórico Olímpico de Berlín. Igual que aquella vez en Francia, en 1998, cuando otro momento de locura lo hizo revolear un codazo y con él una expulsión a mitad de torneo que jaqueaba sus sueños por entonces vírgenes en mundiales y mucho más jóvenes que hoy. Entonces tuvo revancha, ahora ya no.
Si el hombre puede tropezar dos veces con la misma piedra, Zizou se dio, otra vez, un tortazo contra el suelo, justo en el momento culminante de su carrera.
Nada hará desvanecer todo lo que a lo largo de los años supo generar en la gente, en los rivales y en los compañeros, quienes ayer coincidieron en no pasarle factura por la roja a su capitán. Tampoco su paso por este Mundial, el efecto envolvente que tuvo su juego en los que, a medida que pasaron los días, fueron sintiendo que no todo está perdido con Zidane en la cancha. No era un torneo merecedor de grandes souvenirs futboleros, y verlo a él pagó la entrada. Sus desplazamientos, su manera de parar la pelota, de girar con ella, de hacer la pausa y esperar al compañero que llega por el lado que sólo él es capaz de ver. Su compromiso con el espectáculo y la credibilidad absoluta que la gente le tiene, hizo que los alemanes descargaran su ira con una rechifla a Elizondo y a los jugadores italianos, acusándolos de ser los responsables de que Zizou no estuviese en la cancha para guiar a su equipo hasta el final, para ganar y levantar la Copa y que su retiro fuese el ideal. Claro, las pantallas gigantes no repiten las jugadas polémicas y nadie pudo observar el testazo que se estrelló en el pecho de Materazzi. Todos vieron al italiano caído y si había que creer algo, fue mejor creer que lo que se veía era una vil simulación con el único efecto de perjudicar a la figura, al hombre del día, al crack del Mundial. Mejor que así haya sido, porque a los ídolos hay que cuidarlos y evitar que caigan en una desgracia indeseada.
Zinedine no merecía este final. Y mucho menos este autoboicot. Fue escribir una historia de manera brillante y en el momento en que sólo quedaba releerla, borronearle el final con el codo. Qué curioso, cuando Materazzi metió el gol del empate de Italia, lo festejó mirando al cielo y gritando "golazo, mamma". Se acordó de su madre, como la mayoría de los tifosi que semana a semana, cuando tiene puesta la del Inter, lo insultan por su juego brusco y sus gestos de provocador. Si no que lo diga Sorin, que se ligó un codazo en la última Champions y quedó con el ojo en compota. O que lo diga Zidane, que dejó que se le caliente la oreja y entró como un champion. No sirve culpar al defensor italiano, cuando el que reacciona, el que se harta, al que le salta la térmica y actúa como un principiante es uno de los tipos con más experiencia de los 22 jugadores en cancha, es el que contesta como un toro embravecido en un rodeo ajeno. Porque ése no es su terreno, ése no es el partido que debía jugar. Calenturas puede tener cualquiera, aunque esto no pretenda justificar ni quitarle protagonismo a una de las torpezas más grandes que protagonizó Zizou en su vida de futbolista.
Zidane se retiró del fútbol y deja un agujero que será difícil llenar. Es el final, increíble final, de la historia de un ser humano, al fin y al cabo. Un tipo que demostró que no es de metal aunque el bronce se lo haya ganado hace rato.
Extraído de ole.com.ar
Le cambió la cara
Frank Ribery, al que de chico cargaban con el apodo de Quasimodo por su enorme cicatriz, fue el responsable de que Francia esté en cuartos. "Es un sueño", dijo.
GUSTAVO GARCIA ggarcia@ole.com.ar
Hasta el clásico de ayer, era el típico caso del jugador que rinde mejor cuando está afuera que adentro. Frank Ribery llegó a Alemania con la mochila de ser el niño mimado de los franceses. El que los hinchas pedían de titular (en una encuesta de Le Journal de Dimanche ganó con un 69%), incluso si el que le tenía que dejar el lugar era el gran Zinedine Zidane. En los amistosos previos, entrando desde el banco, la había descosido, dándole frescura a un equipo lento y avejentado. Pero cuando le llegó la chance, en el debut frente a Suiza, decepcionó: recibió un 3 de Olé. "No fue una cuestión física, sino mental. Tenía demasiadas cosas que asimilar en ese partido", aseguró el volante de 23 años. A partir de ahí empezó a levantar, aunque sin llegar a brillar como se esperaba. Claro, hasta ayer. Enloqueció a Pernía, metió el empate antes de que se terminara el primer tiempo (ver Así se define) y fue el más cocorito de Los Gallos.
Frank...enstein. Decir que Ribery le cambió la cara a su equipo puede sonar mal si se ve la enorme cicatriz que cruza su cara. "Tuvimos un accidente automovilístico cuando él tenía dos años: salió despedido y rompió el parabrisas. Tuvieron que operarlo para reconstruirle la cara", cuenta su padre, Francois. Esa marca le hizo pasar una infancia difícil al pequeño Frank. "Mis compañeros me llamaban Quasimodo o Scarface. Al principio me ponía a llorar, pero después me peleaba", recuerda el ahora famoso jugador. Como si fuera parte de su personalidad, Ribery no piensa ocultar su cicatriz. "Antes no podíamos, pero ahora él tiene los medios económicos como para someterse a una cirugía plástica. Pero no quiere", dice su padre.
A Ribery le costó hacerse un lugar en el fútbol. Su personalidad combativa (forjada en esos días de estudiante) lo llevó a deambular por varios clubes. Ya se destacaba en la selección Sub 21, pero a la vez también era noticia por sus excursiones nocturnas: muchas terminaban a los golpes. Recién al llegar al Galatasaray de Turquía su vida cambió. Se convirtió al islam y, con la paz espiritual, llegó la calma dentro de la cancha. Pasó al Olympique de Marsella en el 2005 y ahí empezó su sueño mundialista. El que explotó ayer, contra España. "Jugar al lado de tipos como Zidane, Henry y Vieira es algo que nunca voy a olvidar. Y meter un gol tan importante es lo máximo. Me alegra por este equipo, que fue criticado duramente. Nosotros nos teníamos mucha confianza a pesar de lo que se decía. Sabíamos que en algún momento íbamos a encontrar nuestro fútbol", se despidió Frank.